Por: Franco Cervantes Salgado
Uno de los grandes miedos que nos invaden como personas es el de quedarnos sin nuestros seres queridos, sin aquellas personas que nos han acompañado durante toda su vida.
Este miedo es, quizá, superior a morir uno mismo.
¿Qué implica perder a alguien? Pasar por un proceso demasiado doloroso, transitar por el vacío que deja la persona que era tan importante para nosotros y el recordatorio constante de nunca más la veremos, que su voz ya no va a sonar, que abrazarla, besarla, reír con ella, ya no es posible.
Cuando yo tenía 18 años llegó a mí la noticia de que mi madre, la persona que más he amado en toda mi existencia, tenía cáncer. Aún recuerdo el momento en el que nos dieron la noticia, sentí que todo el mundo se había derrumbado. Esa noticia quería decir que la persona más importante, la más fuerte ante mis ojos, corría el riesgo de morir.
Al cabo de casi un año de tratamiento, de buscar la solución más pertinente, de tener esperanza y rogar a todas las deidades que se curara, que volviera a estar bien, después de un año de verla día a día, cada vez más débil, cada día más desgastada física, emocional y mentalmente, ella murió.
Me quedé sin mi madre. Me quedé sin su luz de protección y amor en mi vida.
Su presencia en mi camino terminó y eso me llenó de terror. Me sentí la persona más sola de planeta.
Mi mamá murió y después de eso una gran incertidumbre invadió mi vida porque ella llenaba espacios que ninguna otra persona podía.
Me había quedado sin mi mejor amiga, sin la persona que me escuchaba, que me daba palabras de aliento con el amor más grande e incondicional que he conocido. Ahora no sabía si las decisiones que tomaría serían las adecuadas. Me sentí como el niño más pequeño y más desprotegido.
Finalmente, encontré que tenía dos opciones: La primera era dejar que ese vacío en mi corazón se hiciera más grande y más profundo dejando mi vida del lado. Por momentos consideraba que la vida no tenía sentido si ella no estaba conmigo. Una parte de mí solamente quería vivir el sufrimiento que me generaba su ausencia y dedicarle mi vida a modo de luto, pero otra parte de mí sabía que tenía que honrar la presencia, el impacto y los aprendizajes que ella había dejado en mi vida. No podía dejar las metas que había planificado en mi vida con ella, no podía dejar de hacer que, estuviera donde estuviera, me viera derrumbarme y perderme, así que me encomendé a mí mismo hacerla sentir orgullosa en donde quiera que se encontrara.
Ahora ella ya no está y jamás regresará a mi vida en este mundo, y precisamente porque ya no la tengo aquí, también es importante que vea por mí, por mis metas, que sepa cuidarme. Uno de los grandes aprendizajes que me dejó es que ya no me cuento entre las personas que, a pesar de los errores, tienen a sus papás están para ellos o que los ayudan a impulsarse. Ahora me toca a mí partir, con su recuerdo, con el dolor que aún siento cuando pienso en ella, pero sé que cada segundo, cada instante que estuvo en mi vida valió la pena porque eso me permite aferrarme a mis metas, a no desistir del camino que inicié. Sé la persona en la que me quería ver convertido y día a día lucho para serlo.
Con todo esto solo quiero decirte que sé lo que se siente perder a quien más quieres en tu vida; decirte que es un dolor profundo y constante que te acompaña cada día, pero también que es uno de los escenarios en la vida de los cuales aprendes más; aprendes muchísimo sobre ti, sobre lo que ocurre mientras cruzas la adversidad. Quiero decirte que es un detonador para tocar fondo, pero lo que queda a partir de eso es mirar hacia arriba y voltear a ver la persona en la que te quieres convertir, por esas personas que ya no están, por su cariño y por ti. A mí, me permitió darme cuenta de lo que surge cuando te decides a que todo aquello que te sucede, valga la pena.
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