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Hospitales, hambre y ruinas: la tragedia humanitaria que arrasa Gaza

Bombardear a Hamás, pero arrasar Gaza.

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La guerra entre Israel y Hamás ha entrado en un punto peligroso, donde la lógica militar y la realidad humanitaria se estrellan de frente. Benjamín Netanyahu ha repetido hasta el cansancio que la ofensiva no es contra Gaza ni contra los palestinos, sino contra Hamás: el grupo terrorista que el 7 de octubre de 2023 perpetró uno de los ataques más mortales en la historia de Israel, asesinando a más de 1,200 personas y tomando como rehenes a civiles israelíes. Desde entonces, la promesa del gobierno israelí ha sido clara: eliminar a Hamás de raíz.

Hay presión interna y miedo de que algo así vuelva a repetirse, y eso se convirtió en una justificación poderosa para una ofensiva sin concesiones. En la narrativa israelí, dejar a Hamás intacto sería equivalente a aceptar que los ciudadanos vivan con la amenaza permanente de nuevos ataques. Esa es la raíz de su discurso: no es odio hacia Gaza, es la convicción de que derrotar a Hamás es una cuestión de supervivencia nacional.

Pero lo que ocurre sobre el terreno es otra cosa. Hamás no pelea en trincheras abiertas ni en desiertos lejanos: se esconde en barrios densamente poblados, en túneles que están bajo las ciudades y, según Israel, utiliza hospitales, escuelas y mezquitas como escudos humanos. Esta estrategia convierte cada ataque israelí en una carnicería de inocentes. Y así, aunque la narrativa oficial sea “la guerra es contra Hamás”, la población de Gaza carga con la peor parte.

Los hospitales como campo de batalla

El caso del hospital Nasser, en Jan Yunis, es un ejemplo brutal. Dos bombardeos en un mismo día dejaron veinte muertos: médicos, periodistas, rescatistas. No eran combatientes, pero estaban en medio. La repetición de la llamada táctica del “doble impacto”, atacar un lugar y, minutos después, volver a hacerlo justo donde acuden los auxilios, deja la sensación de que se busca no solo destruir un objetivo, sino multiplicar el terror.

La muerte de periodistas ha alcanzado cifras insólitas: más de 190 comunicadores palestinos asesinados en el conflicto. Israel responde que Hamás se oculta tras ellos; organismos internacionales replican que ni hospitales ni periodistas son objetivos militares. Dos versiones irreconciliables que se traducen en cadáveres amontonados en las morgues de Gaza.

Hambruna en pleno siglo XXI

La ofensiva no se mide solo en misiles. Hoy, más del 90% de la infraestructura de Gaza está destruida o dañada. Y lo que queda en pie está al borde del colapso. La ONU ya habla de hambruna: familias enteras sobreviven a base de pan racionado, mientras decenas de personas han sido abatidas al intentar recoger bolsas de harina en los pocos convoyes de ayuda humanitaria que logran entrar.

En el hospital Nasser, niños con desnutrición extrema llegan todos los días, atendidos en condiciones que apenas pueden llamarse médicas. Gaza ya no solo es un campo de guerra: es una cárcel a cielo abierto donde el hambre se ha convertido en un arma más.

La contradicción de negociar mientras se bombardea

Lo más paradójico es que, en paralelo a esta devastación, Netanyahu mantiene abiertos canales de negociación con Hamás a través de Egipto y Qatar. ¿Cómo entender una estrategia que combina ofensivas militares de miles de reservistas con conversaciones diplomáticas que buscan un alto al fuego? Bombardear por la mañana y negociar por la tarde no parece una fórmula de paz, sino la confirmación de que la lógica bélica está atrapada en su propia contradicción.

La paradoja se agrava cuando Israel acusa de antisemitismo a quienes condenan los bombardeos sobre hospitales o critican la muerte de periodistas. En esa narrativa, cualquier señalamiento equivale a “ayudar a los terroristas”. Pero, ¿qué ocurre cuando la devastación es tan grande que es imposible distinguir el combate del castigo colectivo?

¿Se puede derrotar a una idea con bombas?

Israel quiere una “victoria definitiva” sobre Hamás. Pero Hamás no es solo una milicia: también es una ideología, un sentimiento religioso, una rabia cultivada durante décadas de bloqueo, pobreza y ocupación. Y las ideas no se borran con misiles.

Si la ofensiva termina arrasando Gaza hasta dejarla sin vida, ¿qué quedará después? ¿Un territorio vacío para ser reocupado? ¿O una generación entera de niños huérfanos y hambrientos convencidos de que la única salida es la venganza?

La guerra, así planteada, parece abrir más preguntas que respuestas. Y quizá la más incómoda de todas es esta: si Israel realmente busca paz y seguridad a largo plazo, ¿es posible alcanzarlas reduciendo Gaza a ruinas?