En las entrañas del Panteón de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, la tierra guarda secretos, 40 años después Lorenzo Gutiérrez y Maclovio González, trabajadores de este cementerio, recuerdan lo ocurrido en la fosa común del 85; no olvidan, traen a la memoria el eco de las voces de aquella ciudad que se levantó desde el polvo y los escombros luego de un terremoto que cambió a la Ciudad de México desde aquel 19 de septiembre.

La voz de Lorenzo Gutiérrez, a cuatro décadas, sigue resonando con el horror de aquel 19 de septiembre de 1985. Como guardia nocturno del Panteón de San Lorenzo Tezonco, su vida —y la de la Ciudad de México— se partió en dos. Su trabajo en la fosa común del 85, que se abrió para recibir miles de historias truncadas, marcó su vida.
El pánico ante lo inexplicable, los gritos de la gente en la calle, los cables que “iban y venían”, las olas en el concreto, todo eso se transformó en un olor a muerte que, con el paso de los días, lo invadió todo hace 40 años.

Lorenzo tenía 21 años cuando ocurrió aquel movimiento de la tierra, ya trabajaba cerca de la muerte como vigilante en el panteón, pero nunca imaginó lo que estaba por ocurrir.
Él y su equipo estaban acostumbrados a ver un cuerpo, pero no lo que los marcó desde aquellos días: “A mí me tocó recibir, con los compañeros, venirles a dejar miembros, que el brazo, que la pierna, que la cabeza, que el tórax”.

“Parece que fue ayer”, dice Lorenzo cuando evoca a su memoria, mira a su alrededor y trata de sonreír, pero no puede y sigue. Fue muy fuerte lo que vivió aquel 19 de septiembre; acompañó durante varias noches las carrozas que trasladaban los cuerpos de las personas no identificadas a la fosa común.
Nadie sabe cuántos muertos, pero eran miles
Nadie sabe con exactitud cuántos muertos dejó el terremoto, pero sí se sabe que la tragedia desbordó las morgues. El caos de una ciudad que luchaba por encontrar vida en los escombros generó una cruda necesidad: un destino para los cuerpos sin nombre y los restos incompletos.
Esa herida se abrió en el corazón de San Lorenzo Tezonco, una fosa común de 20 metros de largo, 6 de ancho y 9 de profundidad, trabajaron en ella alrededor de 80 hombres día y noche; sobre todo en medio de la oscuridad cuando llegaban los camiones de volteo y mientras la gente intentaba dormir.

Una de las situaciones que más impactó a Lorenzo fue desesperación de los familiares que llegaban al cementerio en busca de una respuesta era triste ver la desesperación de la gente que llegaba apurada a buscar a su famliar y mientras realizaba los trámites, los cuerpos ya estaban dentro de la fosa común. Tenían que realizar operativos para acordonar la zona, era mucha la gente que queria saber si su familiar estaba ahí.
Maclovio González, también sepulturero en aquellos días, recuerda cómo el panteón se convirtió en el reflejo de la tragedia: “Venían, los que no estaban reconocidos venían en camión de volteo del Ejército y ahí los echaban. Día y noche llegaban, más en las noches porque todo lo que veía la gente estaba aquí…".

Restos humanos y cascajo en camiones de volteo
Los vehículos militares se convertían en una procesión fúnebre anónima, transportando los cuerpos que la ciudad no podía identificar. Provenían de las zonas más devastadas: los escombros de San Antonio Abad, los talleres de costura colapsados sobre la calzada de Tlalpan, Tasqueña y Tepito.
En un principio, recuerda Maclovio, se les dio una fosa individual a los cuerpos que sí eran reconocidos, pero al llegar el 30 de septiembre, la llegada masiva de los camiones de volteo cambió el protocolo.


El trabajo no era solo físico; era un impacto emocional que se grabó en la memoria de estos dos hombres: “Nos quedábamos en shock, por qué tanta gente sin saber lo que había pasado en el terremoto…".
Tanto Lorenzo como Maclovio revelan que esta ha sido la experiencia más fuerte que han enfrentado en su trabajo. Eran jóvenes y no dimensionaban lo que ocurría. A ambos les impactó ver a las familias desesperadas por encontrar a los suyos. Pero también la solidaridad de su comunidad; durante días no iban a sus casas, las jornadas eran largas y tristes, los vecinos les llevaban café y comida, un abrazo necesario.

El epitafio del silencio
Hoy, el lugar es un memorial, una losa de cemento marca la ubicación de la fosa, pero solo un nombre se levanta sobre el silencio de miles.
“Vino un caballero a ver dónde se encontraba la fosa común porque su esposa aquí quedó", relata Lorenzo con voz suave. En el costado izquierdo, una placa conmemorativa recuerda a una de las víctimas, colocada por un esposo que nunca la olvidó. Es un solo nombre en un mar de silencio, un faro de memoria enmedio del inmenso anonimato.

La fosa común de San Lorenzo Tezonco es un recordatorio de que, en medio del caos, la historia de miles de personas fue enterrada en el silencio, el abandono y el olvido.
El 19 de septiembre de 1985 nos mostró la solidaridad de un pueblo, pero también nos reveló que, a veces, la muerte se cobra su propio peaje, dejando preguntas sin respuesta.
Los sepultureros, con sus manos y su memoria, no solo enterraron a los muertos, sino también los misterios de una tragedia que sigue latiendo en el corazón de la Ciudad de México.
En el lugar hoy permanece una placa que recuerda lo crudo de aquellos días:
“Ayer, hoy y siempre. Por los años que vivimos no olvido tu partida y aunque no te encontré ni sé dónde buscarte tú estás en mi corazón y siento consuelo porque tú descansas en el cielo cerca de Dios.
“He llorado tu ausencia y dejo que la fe en Dios conforte mi pena y sé que solo nos separamos por un tiempo y después estaremos juntos por siempre en la eternidad”.


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