El sábado por la noche me invitaron a una cena, de esas que solían ocurrir con frecuencia en Washington antes de la era Trump, pero que hoy escasean. La razón es simple; se ha vuelto muy difícil reunir a un grupo de amigos para conversar, discutir y debatir sin que la noche termine en un pleito. Las pasiones políticas nunca habían estado tan a flor de piel.
Nuestra anfitriona, una veterana de las cámaras de televisión, puso una regla de oro para garantizar la paz en su casa: “Se puede hablar de todo”, anunció, “menos de la presidencia de Trump”.
En la fiesta había un mosaico del Washington de siempre: periodistas, un cabildero de la industria médica, analistas, los dizque expertos y muchos otros que no tienen nada que ver con la vida pública. Hubo varios grupos, pero los académicos se traían un tema buenísimo, el estado actual de América Latina. Obviamente, me metí en esa plática y de inmediato pensé que debía compartir con ustedes lo que se dice sobre Latinoamérica en Washington estos días.
El nuevo rostro del autoritarismo
Como es de imaginar, existe una profunda angustia por la intención de Nayib Bukele en El Salvador de perpetuarse en el poder. No es sorpresa que los autoritarios busquen la reelección indefinida; Hugo Chávez lo inventó en Venezuela cambiando sus leyes, y entonces todos lo justificaron diciendo que Chávez era un populista de izquierda. Pero ahora Bukele es un presidente de derecha identificado con la ley y el orden.
¿Qué está ocurriendo?
Una teoría sólida es que los avances democráticos del continente llevan tiempo agrietándose. Las explicaciones son múltiples: desde la reorientación comercial de Sudamérica hacia China, hasta la dependencia de Centroamérica y México en Estados Unidos. Por si fuera poco, súmele usted el impulso que gobiernos de izquierda, como los de Lula y Dilma Rousseff en Brasil, le dieron al grupo BRICS (formado por Brasil, Rusia, India y China), y las alianzas de izquierda radical como la ALBA de Maduro en Venezuela y la del Grupo de Puebla, de López Obrador en México.
Los tiempos en que el desprecio por la democracia podía ilustrarse solo con los casos de Venezuela, Nicaragua y Cuba han quedado atrás. Están surgiendo nuevas formas de autoritarismo desde gobiernos de derecha, como los de Dina Boluarte en Perú, Daniel Noboa en Ecuador y Javier Milei en Argentina.
La amenaza de una retirada estadounidense de la OEA
En este contexto, la idea de una recuperación de la plataforma iberoamericana parece lejana, especialmente con la amenaza del presidente Donald Trump de sacar a Estados Unidos de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
El pasado junio, las alarmas sonaron con fuerza, durante la 55.ª Asamblea General de la OEA. Cuando allí en medio de la asamblea, el subsecretario de Estado de EU, Christopher Landau, tomó el micrófono para pronunciar un mensaje que resonó como un trueno:
“Estados Unidos está revisando su membresía en todas las organizaciones internacionales, incluida esta”
Y entonces advirtió: a menos que la OEA pueda “demostrar su relevancia”, el gobierno del presidente Donald Trump “reconsiderará la sustancial inversión en dólares” de sus contribuyentes. El mensaje fue seco y directo al corazón. Estados Unidos seguirá siendo el principal patrocinador económico de la OEA solo si esta organización le sirve a su interés nacional.
Matar a la OEA en este momento, es una pésima idea
Este no es un buen momento para que Estados Unidos quite el dedo del renglón en América Latina y el Caribe, una región donde no faltan líderes populistas propensos a derribar instituciones en nombre del pueblo para reemplazarlas con monumentos a sí mismos.
Irónicamente, adversarios históricos de Washington como Cuba, Nicaragua y Venezuela, que siempre han criticado a la OEA como una “herramienta colonial”, probablemente nunca se imaginaron que el desmoronamiento de la organización podría venir algún día del propio Estados Unidos.
OEA, “Otro Engaño Americano": La defensa de lo imperfecto
La antipatía de la administración Trump hacia el multilateralismo no sorprende a nadie. En febrero de 2025, el presidente firmó una orden ejecutiva para revisar todos los tratados y organizaciones internacionales, con la obvia intención de retirar fondos o membresías de aquellos organismos que, en su opinión, solo sirven para oponerse a Estados Unidos.
Desde entonces, ya se ha notificado la salida de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
Si Trump se retirara de la OEA citando la “incapacidad de la organización” para actuar con firmeza en crisis como las de Haití o Venezuela, tendría parte de razón. La OEA, a la que muchos en el continente apodan, “Otro Engaño Americano”, es un organismo imperfecto. Opera bajo una Carta de 1948 que da prioridad al consenso y carece de las herramientas de cumplimiento de la ONU o la OTAN. Su poder está limitado por las divisiones entre sus miembros y, sobre todo, por un presupuesto muy modesto.
Sin embargo, cuando ha sido necesario, ha servido a los intereses de la estabilidad continental.
Dean, tráeme un voto unánime. ¡Unánime!
Hay una anécdota famosa en Washington que cuenta cómo, durante la crisis de los misiles de 1962, el presidente Kennedy le encomendó a su Secretario de Estado, Dean Rusk, una tarea imposible: ir a la OEA y obtener un voto unánime de condena contra Cuba por la instalación de misiles soviéticos en la isla. “Dean”, le dijo, “tráeme un voto unánime”. Cuando Rusk salía de la oficina, Kennedy le gritó desde el otro lado de la sala:
"¡Unánime, Rusk, unánime!”. Y Rusk lo consiguió.
El valor real de la OEA
Retirarse de la OEA hoy traería más problemas que soluciones. Desafíos como la migración masiva, el crimen transnacional y la desinformación digital requieren más cooperación, no menos. Si Estados Unidos pierde su voz en el organismo que avala la legitimidad de los gobiernos regionales, solo serviría para entregarle América Latina en bandeja de plata a China. Y una vez que los chinos se metan hasta la cocina, a ver quién es el guapo que los saca.
Critiquen a la OEA todo lo que quieran, pero recuerden que su propósito es defender, incluso a quienes la insultan. Durante décadas, ha construido una sofisticada arquitectura jurídica y política:
- Desde 1979, ha documentado y condenado violaciones de derechos humanos bajo las dictaduras del Cono Sur.
- Su apoyo fue clave para las iniciativas de justicia transicional en El Salvador, Guatemala y Perú.
A través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la CIDH, la OEA, ha monitoreado activamente el retroceso democrático en Nicaragua, Venezuela, y más recientemente, en El Salvador y Guatemala. Solo en 2024, esta comisión de defensa de los derechos humanos tramitó más de 2,000 peticiones y emitió 43 medidas cautelares para proteger a periodistas, activistas y disidentes.
Sus Misiones de Observación Electoral han supervisado más de 300 elecciones desde 1962, estableciendo un estándar mundial.
Y lo más importante: la OEA, con su Carta Democrática Interamericana, construyó los muros de contención para que los golpes de Estado no volvieran a ser una práctica común en el continente.
Si hace unos años me hubieran dicho que algún día yo estaría defendiendo a la OEA, en un sitio tan importante para mí como mi columna en este medio, yo me habría reído a carcajadas.
Tengo una buena razón para oponerme a que Estados Unidos abandone a la OEA:
Hoy lo hago, porque me doy cuenta del peligro real de perder un instrumento democrático que, con todos sus defectos, sigue siendo increíblemente valioso.
No quiero pasar un día frente al edificio de la Avenida Constitución esquina con la Calle 17 en Washington DC, y ver a un enorme edificio cerrado y sin utilidad. Menos me gustaría, que al pasar recordara aquello de que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.