Hoy en día basta con conversar con casi cualquier persona para descubrirlo: palabras como capitalismo y neoliberalismo se han convertido en insultos. Son conceptos cargados de connotaciones negativas, usados como chivos expiatorios para todo mal social o económico. Pero, ¿por qué sucede esto?
La primera respuesta es la ignorancia. Con frecuencia se habla de estos términos sin comprender lo que en realidad significan. Se usan como etiquetas simplistas para describir políticas o prácticas que, en muchos casos, no tienen nada que ver con los principios fundamentales del libre mercado.
Cuando enfrentamos una crisis económica, lo primero que deberíamos preguntarnos es si el problema está en el sistema o en las personas que lo operan. El crack de 1929, la crisis financiera de 2008, los fraudes corporativos, la corrupción gubernamental… todas estas son fallas humanas, no fallas intrínsecas del capitalismo. Confundir lo uno con lo otro es caer en una trampa intelectual.
¿Por qué, entonces, podemos afirmar que el libre mercado funciona? Porque la evidencia histórica es abrumadora. El comercio basado en la ventaja comparativa permite a cada país especializarse en lo que mejor produce, mientras intercambia lo que necesita. Esto incrementa la eficiencia y multiplica la prosperidad global.
El libre mercado también diversifica riesgos: ningún país depende de una sola fuente de bienes o servicios. Además, abre la puerta al acceso a nuevas tecnologías, conocimientos e innovaciones, acelerando el desarrollo y elevando la competitividad.
La competencia obliga a las empresas a ser más eficientes, innovadoras y centradas en la calidad, lo que se traduce en mejores productos y precios más bajos para los consumidores. Y en el largo plazo, la apertura económica impulsa el crecimiento, atrae inversión y genera empleos.
El mito del neoliberalismo como sinónimo de opresión o desigualdad no resiste el contraste con los hechos. El verdadero desafío no es demonizar el mercado, sino aprender a gobernarlo con reglas claras, instituciones fuertes y ciudadanos responsables. Porque al final, lo que hace la diferencia no es el sistema, sino cómo lo usamos para multiplicar libertad y prosperidad.