Néctar místico, compañero de rituales y festejos desde tiempos prehispánicos. Bebida reservada para la clase alta de los aztecas. Medicina para el cuerpo y para el alma, según dicen los que saben. Ese es el pulque.
Desde Joquicingo, poblado en las alturas de las montañas de Ocoyoacac, en el Estado de México, don Miguel, tlachiquero desde que tenía 10 años, camina unos cuantos metros desde su casa hacia los magueyes que tiene en el campo.
Son las ocho de la mañana, y se prepara para hacer la primera recolección de aguamiel del día.
El proceso es sencillo. Con su raspador, don Miguel rae el cajete o huevo que se encuentra al interior del maguey, y con ayuda de una especie de jeringa -aunque tradicionalmente es con un acocote, es decir, un guaje alargado y perforado por ambos extremos- succiona el aguamiel para depositarlo en un recipiente. Después, extrae la fibra sobrante del cajete para que “suelte aguamiel” nuevamente durante el resto del día, ya que por la tarde deberá repetir el proceso.
En esta temporada, don Miguel recolecta 16 litros de aguamiel diariamente, de los cuales algunos los reserva para venderlos como tal, y otros los deja fermentar por casi un mes para hacer pulque.
Y aunque la recolección es sencilla, esta es solo la culminación de un proceso largo: “Para que el maguey crezca y pueda producir aguamiel, deben pasar unos 12 años, y por solo seis meses máximo va a dar el néctar”, cuenta don Miguel, mientras sigue su camino entre magueyes y hierbas, en un ambiente adornado por el canto de los pájaros e insectos que suele haber en el campo.
Ser tlachiquero requiere de paciencia y resistencia, y don Miguel está consciente de que cada vez hay menos personas dispuestas a trabajar en este ancestral oficio, lo que complica la producción de pulque en estos tiempos. “Ya no hay conformidad, porque dicen que el campo ya no les reditúa. Además, el gobierno dice que todos estudien, pero no dice que va a apoyar a los que quieran dedicarse a la agricultura con un recurso de vez en cuando.”
De igual manera, para don Miguel, los jóvenes huyen del trabajo de campo por el riesgo que este implica. “Ya no vienen porque no les gusta raspar, ya que al principio, el guixi, o sea, la salvia que sale de las pencas cuando se cortan, irrita la piel, aunque el cuerpo se va acostumbrando.”
Pero como siempre, hay excepciones. Abraham tiene 36 años y es tlachiquero desde hace dos. Renunció a su trabajo de taxista para empezar a cultivar maguey. “Llevamos como 200 en este año, pero normalmente en una temporada podrían ser hasta 500, solo que no le he echado ganas”, dice mientras camina la montaña de Acazulco, otro poblado ocoyoaquense, para encontrar los magueyes que capará.
En total, entre su casa y los terrenos donde raspa sus magueyes, Abraham recorre 12 kilómetros diarios, seis en la mañana y seis por la tarde, para recolectar 10 litros de aguamiel por ronda. Al igual que don Miguel, el joven tlachiquero cree que los de su generación no quieren dedicarse a este oficio porque se requiere de mucho tiempo.
Por la era en que vivimos, si te das cuenta, por ejemplo, un artista llega a la fama, dos o tres años, por mucho y después se apaga, incluso en temas del amor, exigimos mucho, pero damos poco.
Abraham se inició en el mundo del pulque debido al gusto que le tiene a esta bebida, y aunque su abuelo también se dedicó a obtener aguamiel años atrás, aprendió del oficio del maestro Cheché, otro tlachiquero de la región, debido a una lesión que sufrió y la urgencia de capar los magueyes que tenía listos.
Los paisajes son de lo que más disfruta Abraham. En los meses que lleva trabajando en el campo, le ha tocado ver todo en neblina, la temporada de luciérnagas, atardeceres y otros momentos que “no te da tiempo de grabarlos”. En esta ocasión, el sol del otoño que se acerca y la altura que permite ver el valle de Toluca con el volcán Xinantécatl de fondo, enmarcan el ambiente en el que Abraham empezará a capar un maguey, que dejará reposar cuatro meses para después empezar a rasparlo.
Antes de empezar a cortar unas pencas, debe considerar cuál es el cauce del agua cuando llueve, ya que el corte deberá proteger el centro del maguey para que no se moje. Después, con su partidor afilado, en unos 10 minutos corta las pencas necesarias para llegar al cajete y taparlo para que no sufra algún daño en lo que llega diciembre.
Ya de regreso en su casa, y mientras de un tambo grande con pulque natural llena dos jarros de barro y un cuenco, Abraham reflexiona sobre lo que hace falta para rescatar la producción del pulque, “primero, es necesario tener amor al pulque, y luego, sembrar mucho maguey.”
¿Pero acaso habrá alguien que, en estos tiempos en los que la paciencia se acorta aún en algo tan elemental como cocinar, se anime a cuidar por años una especie milenaria y tan bondadosa como el maguey?
Un agradecimiento espacial a Ericka Peralta por las facilidades otorgadas para la realización de este fotorreportaje.