El reloj marcaba las 7:19 de la mañana, cuando la tierra se sacudió con una furia desconocida. En su recámara, un adolescente Federico Anaya sintió el violento movimiento del piso y se aferró a los marcos de las puertas para evitar caer. Ese fue el comienzo de un amanecer que lo cambiaría todo para él y para millones. El 19 de septiembre de 1985, un día que ya nadie en la Ciudad de México podrá olvidar.

La fuerza del sismo era sobrecogedora. Su primer instinto fue asegurar que su madre, la señora Martha, estuviera a salvo. Ella, la señora Martha, testigo de la misma pesadilla, recuerda la escena de pánico y la reacción inmediata de sus hijos.

En medio de la confusión y el miedo, su hermano Saúl, movido por el instinto de proteger a la familia, salió a buscar provisiones. Temía que el desastre causara un desabasto de alimentos y se aseguró de que sus seres queridos tuvieran lo necesario.

La radio y el llamado hacia una ciudad que se caía

La familia, como muchas otras, buscaba refugio y respuestas. Sin electricidad, el mundo se redujo al alcance de las radios de pilas. Fue a través de esas débiles señales que empezaron a comprender la magnitud de lo que ocurría. Apenas tres o cuatro estaciones lograban transmitir, y sus voces se volvieron el hilo que los conectaba a una ciudad que se desmoronaba.

Al escuchar la radio, Federico se enteró de la devastación. Había un llamado desesperado por voluntarios. Sin pensarlo dos veces, el joven Scout tomó su camisola, su pañoleta y su bicicleta.

Los vestigios de Centro Médico

Dejó a su familia en casa y se dirigió hacia Centro Médico, uno de los puntos más afectados. El camino se había transformado en un paisaje de caos, pero él no dudó. Al llegar, la verdadera dimensión de la tragedia se reveló ante sus ojos: los edificios que alguna vez albergaron a residentes y la zona de ginecología habían cedido, desplomándose en un montón de escombros.

El lugar era un hervidero humano, cientos de civiles, sin equipo de protección, removían los restos con sus propias manos. Federico y los demás voluntarios sentían una impotencia abrumadora.

La falta de organización reinaba. Sin embargo, en medio del desorden, la voluntad de la gente emergió como una fuerza imparable. La gente se organizó de forma espontánea, formando hileras interminables para sacar los restos de lo que alguna vez fueron hospitales. Algunos, como Daniel Zavala, un compañero de Federico, actuaron como topos, adentrándose en los recovecos de la tragedia en busca de señales de vida.

Manos y pies de la sociedad civil: México en los desastres

La ayuda más significativa no vino de las grandes instituciones, sino del corazón de los mexicanos. Botellas de agua, alimentos preparados y Scouts uniformados llegaron al lugar.

La herramienta principal era la determinación y la humanidad. Federico y sus amigos se encargaron de organizar los suministros para que quienes estaban en la primera línea de rescate tuvieran lo necesario.

La experiencia fue una lección para Federico: la verdadera capacidad de reconstrucción residía en la voluntad del pueblo. Cuando el Ejército tomó el control al día siguiente, el flujo espontáneo de ayuda civil se “desvaneció" por la presencia de las autoridades. Sin embargo, el espíritu de solidaridad perduró. La convicción de que solo ellos, con sus manos y su corazón, podían enfrentar la desgracia, se quedó grabada para siempre en la mente de aquellos que vivieron la tragedia de cerca.