El café aún temblaba en mi mesa cuando la tierra me obligó a salir corriendo. Eran las 7:19 de la mañana y la Ciudad de México se partía en dos bajo mis pies. Dejé la taza vibrando, abrí la puerta de mi pequeño cuarto y rebusqué entre cajas hasta encontrar mi chaleco naranja, los guantes y aquel casco con lámpara que había usado pocas veces. Al ajustarlo frente al espejo, me vi distinto: ya no era un hombre común, estaba a punto de convertirme en rescatista.
El aire afuera era denso, cargado de polvo. Sirenas a lo lejos, patrullas, vecinos corriendo sin rumbo. Me lancé hacia una camioneta donde otros voluntarios ya esperaban con palas y picos. Nadie se presentó; no había tiempo. El motor rugió y así vi pasar frente a mis ojos una ciudad herida por un sismo de magnitud 8.1.

Nos detuvimos frente al Hospital General de México, o lo que quedaba de él: una montaña de ruinas. Decenas de manos se alzaban en cadenas humanas, pasando piedras como si fueran salvavidas. Corrí hacia ellos, escalé entre los cascajos y comencé a apartar maderas astilladas. De pronto, entre los restos del edificio, vi una cobija atrapada. Me incliné y entonces lo escuché: un llanto débil, apenas audible.

El silencio, un llanto y el nacimiento de la esperanza entre ruinas
Me puse de pie y levanté el puño. El lugar se congeló por unos segundos. Ni un grito, ni una sirena. Solo silencio y respiraciones contenidas. Con cuidado metí las manos y saqué al bebé envuelto en polvo; lo alcé y levanté el pulgar. La multitud estalló: unos lloraban, otros se abrazaban y recuperaban la fe.


En ese instante entendí que el valor a veces nace en medio del desastre. Ese día, momentos después del sismo de 1985, como muchos otros rescatistas, yo también nací como Topo.
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