Para comprender la magnitud de lo que la Ciudad de México perdió a las 7:17 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, es necesario diagnosticar su vida nocturna. No se trataba de una simple colección de bares o salones de baile; era un complejo y estratificado ecosistema de entretenimiento de lujo, una maquinaria social cuyo motor era una institución hoy casi mitológica: el cabaret o supper club..

Un escenario donde el poder político, la élite empresarial y la vanguardia artística cenaban juntos, sellaban tratos y aplaudían bajo las mismas luces. Era el México de la opulencia y las apariencias, un país que se sentía cosmopolita y eterno.

La historiadora Gabriela Pulido, una de las académicas que más ha profundizado en el tema, define esa era como un apogeo del espectáculo. La noche implicaba un código de vestimenta, una reservación y la certeza de presenciar un show de calibre internacional, por su lado, la juventud de la época vivía una fiesta subterránea en discotecas y “hoyos funky”, espacios de mayor libertad y menor costo, pero que existían a la sombra de los grandes colosos del entretenimiento adulto.

Este universo dual, sin embargo, estaba edificado sobre el suelo más frágil de la ciudad, un lecho que solo esperaba la sacudida correcta para cobrar sus facturas.

Una sinfonía de poder, mambo y lentejuelas

Antes de 1985, la noche tenía nombres propios. El más legendario era El Patio, un centro de espectáculos en la colonia Juárez que desde los años 30 había presentado a figuras como Édith Piaf, Judy Garland, Agustín Lara y Frank Sinatra. Estaba también El Capri, en el Hotel Regis, o el Jacaranda en el Hotel Geneve de la Zona Rosa.

Estos no eran simples foros, eran palacios. Su modelo de negocio era el “dinner-show”, una cena de varios tiempos seguida por un espectáculo que incluía a una orquesta de primer nivel, comediantes, magos y, como acto principal, a una estrella de talla mundial o a las reinas de la noche mexicana: las vedettes.

Figuras como Tongolele, Olga Breeskin o Lyn May eran mucho más que bailarinas; eran empresarias de su propio mito, íconos de una sensualidad sofisticada que formaba parte integral del espectáculo familiar. Su presencia era el clímax de una producción meticulosa que mantenía al público cautivo durante horas.

El cliente principal era el hombre de poder: políticos del régimen priista, industriales, banqueros y artistas consagrados que encontraban en la penumbra del cabaret un terreno neutral para el networking y la celebración. La noche era, en esencia, una extensión de la oficina, pero con la música de Pérez Prado de fondo. Era una noche adulta, predecible y ritualista.

7:17 am: el golpe al corazón de la fiesta

El sismo no solo fue una tragedia humana; fue un ataque quirúrgico al corazón geográfico y simbólico de esa vida nocturna. El epicentro de la destrucción urbana coincidió con las zonas de mayor concentración de entretenimiento: el Centro Histórico, la colonia Roma, la Doctores, la Juárez y la Guerrero.

La onda sísmica derrumbó hoteles, teatros y edificios de apartamentos, pero lo que realmente aniquiló fue la infraestructura de la fiesta. El caso más emblemático fue el colapso del Hotel Regis sobre la Avenida Juárez, que se llevó consigo al cabaret El Capri y se convirtió en el símbolo más crudo de la devastación. Cerca de ahí, el Teatro Blanquita sufrió daños, y toda la actividad en el corredor del Eje Central, vital para el circuito de espectáculos, quedó paralizada.

Enrique Balderas Plata, voluntario y testigo de aquellos días, recuerda una ciudad en silencio, rota. “La vida nocturna no era una prioridad, la prioridad era encontrar gente, viva o muerta. Todo lo demás se detuvo”. El impacto fue doble. Por un lado, la destrucción física de los locales. Por otro, el shock social colectivo.

La ciudad entró en un luto profundo y prolongado. La idea de asistir a un espectáculo de lujo se volvió no solo inviable, sino moralmente obsceno frente a la magnitud de la pérdida. La noche, por primera vez en décadas, se apagó por completo.

La década perdida y los palacios en ruinas

La reconstrucción de los grandes cabarets nunca sucedió. La razón no solo fue el trauma, sino una brutal realidad económica. México ya se encontraba sumido en la crisis de la deuda, en plena “Década Perdida”. La devaluación del peso y la inflación habían mermado el poder adquisitivo de la clase media y alta. Mantener una orquesta de 20 músicos, pagar los sueldos de un elenco completo y atraer a artistas internacionales se volvió económicamente insostenible.

Los dueños de los locales enfrentaron una elección pragmática: invertir millones en reconstruir palacios para un público que ya no podía costearlos, o adaptarse. La mayoría optó por lo segundo o, simplemente, desapareció.

El cabaret, con su glamour y su alto costo operativo, era una reliquia de un México próspero que ya no existía. La crisis económica dictó la sentencia de muerte que el terremoto solo se había encargado de ejecutar. La pausa, como la define la historiadora Pulido, sirvió para repensar el espectáculo, pero fue un replanteamiento dictado por la precariedad, no por la creatividad.

Del cabaret al “table dance”, la reinvención obligada

De las cenizas de los supper clubs emergió un concepto de entretenimiento nocturno radicalmente distinto, uno que reflejaba la nueva realidad económica y social del país. La transformación fue descarnada. El espectáculo se despojó de su complejidad y se centró en su componente más rentable y básico: el erotismo. El cabaret evolucionó, o más bien involucionó, hacia el club de striptease o table dance.

Este nuevo formato eliminó a la orquesta, a los comediantes y a los meseros de guante blanco. En su lugar, ofreció un escenario más pequeño, música grabada y un espectáculo enfocado casi exclusivamente en el desnudo femenino. Como señala Pulido, este nuevo espacio perdió por completo “el sentido social” del cabaret.

Ya no era un punto de encuentro para la élite, sino un lugar de consumo individual, dirigido a un público casi exclusivamente masculino. Paralelamente, para las masas y los jóvenes, surgió el “antro”. Este modelo, importado de Europa y Estados Unidos, se basaba en la figura del DJ, un potente sistema de sonido y el baile como actividad central. Era un negocio mucho más democrático, con un costo de entrada accesible y un enfoque en el consumo de alcohol por copeo.

El antro era más barato de operar y culturalmente más relevante para una generación que no sentía nostalgia por las grandes orquestas.

La noche no murió el 19 de septiembre de 1985. Fue herida de muerte y forzada a renacer en una forma distinta, más cruda y fragmentada. El terremoto no solo derribó edificios; demolió la estructura de una era y redibujó el mapa de la noche mexicana para siempre.