Hoy, en el 40 aniversario del terremoto que cambió para siempre el rostro de la Ciudad de México, la memoria nos lleva a lugares que fueron transformados por la tragedia. Ninguno tan emblemático como el estadio de béisbol del Seguro Social, conocido por todos como el Parque Delta: un lugar de alegría deportiva que, en los días posteriores al 19 de septiembre de 1985, se convirtió en la morgue a cielo abierto más grande y desoladora de la historia moderna de la ciudad.
Ante el colapso de hospitales y servicios forenses, el campo de juego se transformó en el principal punto de concentración de las víctimas, un epicentro del dolor donde miles de familias vivieron su propio viacrucis.
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Un espectáculo sin espectadores en el Parque del Seguro Social
Testigos de la época describen el Parque Delta como un escenario de horror. El césped, iluminado día y noche por los reflectores del estadio, albergaba tres carpas de plástico que clasificaban la tragedia con letreros crudos: “Cuerpos no identificados”, “Cuerpos identificados” y “Restos”.
Cientos, y en momentos miles, de cadáveres yacían en el suelo dentro de bolsas de plástico, cubiertos primero con hielo y luego con hielo seco en un intento desesperado por frenar la descomposición. Testigos señalan haber visto pasar más de 6 mil cuerpos en un lapso de 15 días.
El olor a formol y putrefacción era insoportable, y en medio del silencio fúnebre, solo se escuchaba el tecleo de las máquinas de escribir de los empleados que, incansablemente, llenaban actas de defunción.
“Era como estar en el centro de un espectáculo, pero sin espectadores, porque todas las gradas estaban vacías”, se puede leer en el libro de Elena Poniatowska, Nada, nadie: las voces del temblor, donde se reencarnan los relato más profundos de esta tragedia.

El “viacrucis” de las familias en el Sismo del 85: Buscar y luchar por la dignidad
Mientras rescatistas y voluntarios luchaban en los escombros, las familias enfrentaban una doble batalla. Por un lado, el ejército y la policía realizaban una “arrebatiña de cadáveres” para llevarlos al estadio. Por otro, los familiares que lograban sacar a sus seres queridos de los edificios derrumbados también los llevaban ahí.
Esto obligaba a muchos a abandonar el rescate para iniciar una búsqueda agónica entre las filas de cuerpos. Una vez identificado un familiar, comenzaba la segunda lucha: una burocrática, para impedir que fuera enviado a la fosa común.
“Tuve que permanecer aproximadamente seis horas en el campo de béisbol para impedir que a mis familiares los llevaran a la fosa común”, relata para Poniatowska en su libro una de las miles de víctimas.
En medio de la desolación, surgían actos de profunda humanidad. Un hombre, al no poder cerrar bien un ataúd, se esforzó por doblar los clavos con una tabla para no lastimar más el cuerpo destrozado que contenía. Un gesto que, según un testigo, “le devolvió toda la dimensión humana a los cadáveres en el Parque Delta”.
El destino final: La fosa común tras el Parque Delta
Para el 23 de septiembre, la situación sanitaria era crítica. Se organizaron brigadas de voluntarios que, vestidos como “astronautas”, fumigaban los cuerpos y a las personas que entraban para prevenir infecciones.
Ese mismo día, según reportó el periódico La Jornada, la decisión fue tomada. Cientos de cadáveres no identificados fueron enviados a la fosa común. La medida, justificada por “motivos de salud”, causó una profunda indignación por el “trato inhumano a los restos, trasladados en camiones de basura”.
Hoy, donde antes estuvo el diamante, se levanta un centro comercial. Pero en la memoria colectiva de la Ciudad de México, el Parque Delta permanece como un símbolo imborrable del dolor, la solidaridad y la incansable lucha por la dignidad en los días más oscuros de su historia.