En México, la discusión sobre el papel de los empresarios llena titulares, conferencias de prensa y acalorados debates en sobremesas. Se les acusa de ser una “mafia del poder” o se les defiende como los creadores de la riqueza. Pero, ¿qué pasa realmente cuando un gobierno decide, durante casi veinte años, ponerle un freno sistemático al sector privado? ¿Qué sucede cuando el Estado se convierte no en un árbitro, sino en el principal jugador, competidor y, a menudo, en el único beneficiario de la economía? Para encontrar la respuesta, no hay que imaginarlo. Hay que voltear a ver a Bolivia.
La nación andina, hermana de México en su diversidad y su historia, se ha convertido en un laboratorio de las consecuencias de un modelo estatista que arrinconó a sus empresarios. Hoy, mientras el país enfrenta una severa crisis por la falta de dólares y las filas para conseguir gasolina son interminables, su experiencia ofrece un espejo invaluable. Desde Cochabamba, Juan Pablo Demeure, líder de la Federación de Entidades Empresariales Privadas (FEPC), comparte con nosotros una radiografía de esta lucha, una historia que, para bien o para mal, contiene lecciones urgentes para el futuro de México.
Bolivia: crónica de un motor gripado
Imaginen un México donde, por decreto, el gobierno no solo manejara Pemex y la CFE, sino que creara más de 200 empresas para competir en todos los sectores: panaderías, hoteles, supermercados, cementeras. Esa fue la realidad de Bolivia bajo el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales. “Hemos estado con un gobierno con una tendencia donde el sector empresarial no era el preferido”, explica Demeure con un dejo de eufemismo. La política fue clara: fortalecer al Estado a toda costa, incluso si eso significaba debilitar a la iniciativa privada.
El resultado fue una “competencia desleal” a gran escala. Mientras cualquier empresario mexicano sabe que si su negocio fracasa, enfrenta la quiebra, deudas y la responsabilidad de liquidar a sus empleados, en Bolivia, las empresas estatales deficitarias simplemente reciben más dinero del gobierno. “Son pocas las que generan utilidades, las otras pierden y cuesta al país en su conjunto, pero continúan con esa subvención”, señala Demeure. Es un cheque en blanco pagado por todos los ciudadanos.
No solo con la #LibertadDeExpresión...
— Fuerza Informativa Azteca (@AztecaNoticias) April 29, 2025
El gobierno de @Claudiashein quiere terminar con la #competencia económica, creando a modo una Comisión Nacional Antimonopolio.
Como siempre, el #consumidor será el más afectado, pero ahora con una iniciativa que sepulta décadas de… pic.twitter.com/32v6xzxA3w
Paralelamente, se levantó un muro de “trabas” regulatorias, una historia que a muchos en México les sonará familiar. “Tenemos una ley laboral muy complicada para poder generar empleos dignos y formales”, afirma, describiendo un sistema rígido que desincentiva la contratación. A esto se sumó un código fiscal tan agresivo que Bolivia llegó a ser catalogada como uno de los peores “infiernos tributarios” del mundo. La consecuencia fue una estampida hacia la informalidad. Hoy, más del 80% de la economía boliviana es informal. Es el país del "échale ganas”, pero sin acceso a seguridad social, sin créditos bancarios, sin posibilidad de crecer. Cuando las reglas del juego son imposibles, la gente opta por no jugar en el campo oficial.
La “gallina de los huevos de oro” y la cultura de los apoyos
¿Cómo se sostuvo este modelo durante casi una década? Al igual que México con el petróleo en los años 70, Bolivia tuvo su propia bonanza con el gas. “El modelo económico se basó en un ingreso grande que tuvimos por la exportación del gas desde el 2005 hasta el 2015", contextualiza Demeure. Con precios internacionales altos y la producción en manos del Estado, el gobierno recibió una cantidad inmensa de dinero.
Esa fortuna, sin embargo, no se usó para fortalecer las bases productivas del país, sino para consolidar el poder político a través de una “cultura de los bonos”. Se repartieron apoyos y subsidios de todo tipo. El problema, como bien sabemos en México con la dependencia del petróleo, es que la bonanza de las materias primas no es eterna. El gobierno boliviano no reinvirtió lo suficiente en exploración para asegurar la producción futura. “Se tuvo gas, pero no se continuó la reinversión”, lamenta Demeure. Inevitablemente, “desde el 2015 hemos ido bajando sistemáticamente nuestro nivel de producción y exportación de gas”.
Cuando los ingresos del gas se secaron, el modelo colapsó. El Estado ya no tenía dinero para mantener el enorme aparato burocrático, las empresas públicas deficitarias y, sobre todo, los subsidios. El más doloroso hoy es el de los combustibles. Bolivia, que antes era casi autosuficiente, hoy importa cada vez más gasolina y diésel, pero no tiene los dólares para pagarlos. El resultado es la crisis actual: escasez, filas interminables y un aparato productivo estrangulado por la falta de energía. La gallina de los huevos de oro, como en tantas otras historias, había sido sacrificada.
#Bolivia celebró #elecciones presidenciales, de vicepresidente y de legisladores con la participación de casi 8 millones de ciudadanos.
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Ningún candidato alcanzó la mayoría necesaria para ganar en primera vuelta, por lo que habrá segunda vuelta el 19 de octubre.… pic.twitter.com/uBI0ofaO5e
El empresario: ¿villano favorito o constructor necesario?
La “satanización” del empresario, como la llama Demeure, es una táctica política efectiva. Crear una narrativa de “ellos contra nosotros”, del “pueblo bueno” contra la "élite rapaz”, genera réditos electorales. Es un discurso que hemos escuchado en México y en toda la región. Sin embargo, esta retórica ignora una verdad económica fundamental: no hay Estado de bienestar sin un sector privado que lo financie.
“El sector empresarial es el motor económico del país, es el generador de empleos”, insiste Demeure. En México, esto se traduce en los millones de empleos formales que cotizan en el IMSS y el Infonavit. Son las empresas, desde la tiendita de la esquina hasta las grandes corporaciones, las que pagan la mayor parte de los impuestos como el IVA y el ISR, fondos con los que el gobierno financia los programas sociales, las escuelas, los hospitales y las obras de infraestructura. Cuando se ataca, se sobrerregula y se asfixia a este motor, el resultado no es una mayor justicia social, sino una mayor informalidad y, por tanto, un Estado más pobre y con menos capacidad para ayudar.
Además, un sector privado diverso y fuerte es un contrapeso esencial al poder del gobierno. A diferencia de las empresas estatales, que responden a intereses políticos, las empresas privadas crean una sociedad civil más independiente y una clase media robusta, pilares de cualquier democracia funcional.
La informalidad: cuando “chambear” por la libre es la única salida
El dato del 80% de informalidad en Bolivia es una cifra que debería resonar profundamente en México, donde casi el 60% de la población trabaja en condiciones similares. No se trata de gente que no quiera “echarle ganas"; al contrario, es la máxima expresión de la resiliencia. Sin embargo, es una trampa de pobreza. Trabajar en la informalidad significa vivir al día, sin acceso a un crédito para expandir el negocio, sin seguro médico en caso de una emergencia, sin una pensión para la vejez.
La experiencia boliviana demuestra que la informalidad no es un problema cultural, sino el resultado directo de un mal diseño de políticas públicas. Cuando el costo de ser formal es impagable y los beneficios son nulos, la gente se ve forzada a buscarse la vida en los márgenes. Para Demeure, la solución no es perseguir al informal, sino crear las condiciones para que quiera y pueda volverse formal.
El camino a seguir: las lecciones de Bolivia para México
Después de casi veinte años, el veredicto del modelo estatista en Bolivia ha sido dictado por la propia ciudadanía. En las recientes elecciones, “la población ha elegido un cambio en el modelo económico”, afirma Demeure con optimismo. Los bolivianos, cansados de la escasez y la ineficiencia, han votado por una alternativa que prometa un entorno más favorable para la creación de riqueza.
La visión que propone el sector empresarial boliviano es clara y universal: el Estado debe dejar de ser un “competidor” para convertirse en un “facilitador”. ¿Qué significa esto en la práctica? Un sistema de impuestos simple y justo. Leyes laborales modernas que promuevan la contratación. Y, sobre todo, una apertura al mundo. “Bolivia tiene apenas cinco acuerdos comerciales”, nos recuerda Demeure, “mientras que nuestros países vecinos tienen veintitantos, treinta y tantos”. México, con el T-MEC y su red de tratados, es un ejemplo de las ventajas de esta apertura.
El espejo boliviano nos devuelve una imagen clara. Muestra un camino de confrontación con el sector privado que, si bien puede generar popularidad a corto plazo, termina en estancamiento económico y precariedad para la mayoría. La historia de Bolivia es una advertencia, pero también una hoja de ruta de lo que se debe evitar. El gran reto para América Latina, incluyendo a México, es entender que el desarrollo no es un juego de suma cero entre el Estado y los empresarios. La prosperidad solo puede construirse en colaboración, reconociendo que una democracia sólida y una empresa libre no son adversarios, sino dos caras de la misma moneda.
¿Apoyos o barreras?
— Fuerza Informativa Azteca (@AztecaNoticias) January 25, 2025
En #México, varios programas gubernamentales parecen priorizar a quienes ni estudian ni trabajan, dejando fuera a jóvenes que se esfuerzan por combinar ambas cosas.
¿Qué pasa con quienes buscan superarse y necesitan apoyo real para lograrlo?
Una… pic.twitter.com/NhX8j3tpNe