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La nación olvidada: los 250 años en que México y Filipinas fueron un mismo territorio

¿Sabías que durante 250 años Manila fue gobernada desde la Ciudad de México? Descubre la sorprendente historia de cómo México y Filipinas formaron una sola entidad bajo la corona española, unidas por la ruta del Galeón de Manila. Un legado que aún pervive.

Explora las sorprendentes similitudes en su comida, fe y tradiciones. México y Filipinas
Desde el amor por las fiestas patronales hasta palabras que suenan familiar. México y Filipinas son dos naciones separadas por un océano pero unidas por la cultura. |Imagen generada por IA para FIA
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En el imaginario colectivo contemporáneo, México y Filipinas son dos naciones separadas por la inmensidad del Océano Pacífico, cada una con su propia identidad, cultura y trayectoria. Sin embargo, en la historia se esconde un capítulo extraordinario y a menudo olvidado: durante 250 años, desde 1565 hasta 1815, ambos territorios no solo compartieron un mismo rey y una misma fe, sino que funcionaron como una sola entidad administrativa.

Filipinas, la “Perla de Oriente”, no era una colonia directa de España, sino una capitanía general gobernada desde el corazón de la Nueva España. La Ciudad de México era su capital de facto, y el puerto de Acapulco, su única puerta al mundo.

Este vínculo, forjado a través de la ruta marítima más larga y peligrosa de la historia, creó una unión económica y cultural tan profunda que sus huellas siguen siendo visibles hoy en día. Esta es la historia de cuando México y Filipinas fueron una misma nación, unida por la plata, la seda y la fe.

El nacimiento de una ruta imposible

Tras la llegada de la expedición de Magallanes y Elcano, el dominio español en Filipinas era precario. El principal obstáculo no era la conquista, sino la logística: nadie sabía cómo regresar a América a través del Pacífico. Durante décadas, cada intento fracasó, dejando a las tripulaciones perdidas en el mar o forzadas a rendirse ante los portugueses en las Molucas.

La clave del enigma la encontró un hombre extraordinario: el fraile agustino y cosmógrafo Andrés de Urdaneta. En 1564, se unió a la expedición liderada por Miguel López de Legazpi, que partió desde Barra de Navidad, Jalisco, para consolidar el dominio español en Filipinas.

Tras establecer el primer asentamiento español en Cebú en 1565, Urdaneta emprendió la misión que cambiaría la historia. En lugar de intentar una ruta directa, navegó hacia el norte hasta el paralelo 39, donde encontró la corriente de Kuroshio, la contraparte del Pacífico a la corriente del Golfo en el Atlántico. Esta corriente lo impulsó hacia el este, llevándolo finalmente a las costas de California y, desde allí, al puerto de Acapulco.

El descubrimiento del tornaviaje fue un hito geoestratégico. La ruta que conectaba Asia con América estaba finalmente abierta. Debido a que la expedición había partido de la Nueva España y la ruta de regreso terminaba allí, la Corona Española tomó una decisión que definiría los siguientes dos siglos y medio: la Capitanía General de las Filipinas sería administrada y financiada directamente por el Virreinato de la Nueva España.

El galeón de manila: un puente de plata sobre el océano

Con la ruta establecida, nació el legendario Galeón de Manila, también conocido en México como la Nao de China. Más que un simple barco, era un puente flotante que sostenía la primera economía verdaderamente global. Una o dos veces al año, un galeón zarpaba de Manila cargado con las mercancías más codiciadas de Oriente: sedas, porcelanas y marfiles de China; especias como clavo y canela de las Molucas; alfombras persas, biombos japoneses y algodones de la India.

Después de una travesía que podía durar hasta seis meses, el galeón llegaba a Acapulco, donde su arribo desencadenaba una de las ferias comerciales más importantes del mundo. Comerciantes de todo el virreinato y de Perú acudían para adquirir los exóticos productos. Una vez vendida la mercancía, estas riquezas asiáticas comenzaban un segundo viaje por tierra hasta la Ciudad de México y, finalmente, a Veracruz, para ser embarcadas hacia España.

El viaje de regreso a Manila era igualmente crucial. El galeón no iba vacío; su carga principal era la plata mexicana, extraída de las minas de Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí. Esta plata no solo pagaba las mercancías asiáticas, sino que también financiaba toda la administración colonial en Filipinas a través de una subvención anual conocida como el “Real Situado”. La abundancia era tal que el real de a ocho o “peso de plata” mexicano se convirtió en la primera divisa global, aceptada y acuñada en toda Asia.

La huella mutua: cuando Acapulco olía a canela y Manila a maíz

El intercambio de 250 años no fue meramente comercial; fue un profundo flujo cultural que dejó una herencia indeleble en ambos territorios. En México, la influencia asiática se hizo sentir con fuerza en los mercados, la gastronomía y el arte. Frutas como el mango de Manila, que como su nombre delata, fue introducido a México desde Filipinas a través del galeón, se convirtieron en parte integral de la dieta mexicana.

El intercambio se tejió también en la vestimenta. La guayabera, camisa masculina emblemática en México y el Caribe, guarda una sorprendente similitud con el barong tagalog, la elegante camisa formal filipina, un debate sobre su origen que subraya su historia compartida. A su vez, se considera que el estilo y las técnicas de ciertos rebozos mexicanos recibieron una influencia directa de los textiles que llegaban desde Oriente.

La conexión espiritual es quizás la más profunda. La Virgen de Guadalupe, patrona de México, es también venerada en Filipinas, declarada en 1935 “Patrona Celestial Secundaria de las Islas Filipinas” por el Papa Pío XI, un lazo de fe que une a millones en ambos países.

Culinariamente, Filipinas desarrolló su propia variedad de tamales, adaptando la técnica mesoamericana. Lingüísticamente, el tagalo y otras lenguas filipinas absorbieron cerca de cinco mil palabras de origen hispano, muchas de ellas llegadas con acento novohispano. Pero la influencia fue bidireccional: palabras del náhuatl como “tianguis”(mercado), “zapote”(fruta) o “nanay” y “tatay"(madre y padre) se arraigaron en el habla cotidiana filipina.

Este legado compartido está evidencia en la geografía y el urbanismo. En la provincia filipina de Pampanga existe un municipio llamado México, fundado por colonos novohispanos.

Como un lazo de esta hermandad, una estatua del héroe nacional filipino, José Rizal, se observa en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, mientras que un monumento a Miguel Hidalgo y Costilla se encuentra en Manila, un tributo moderno a 250 años de historia entrelazada.

El fin de una era: la independencia y el olvido

La simbiosis de 250 años llegó a un abrupto final con la Guerra de Independencia de México (1810-1821). El caos y la lucha insurgente hicieron que la ruta del Galeón de Manila se volviera insostenible. El último galeón oficial, el Magallanes, zarpó de Acapulco en 1815, poniendo fin a la era del puente de plata.

Con la independencia de México en 1821, el cordón umbilical que unía a ambos territorios se cortó para siempre. La Capitanía General de las Filipinas pasó a depender directamente de una debilitada Madrid, que apenas podía mantener el control. El vínculo directo y constante se desvaneció, y con el tiempo, la memoria de esta historia compartida se fue erosionando en ambos lados del Pacífico.

Aunque hoy dos océanos y un continente los separan, durante dos siglos y medio, México y Filipinas no solo compartieron un rey y una moneda, sino un mismo destino. Un legado de plata y seda que aún pervive, silencioso, en los mercados de Manila y en los puertos de Acapulco, como un eco de la primera verdadera globalización.

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